Recuerdo el primer día de tratamiento, fui con mi madre y mi pelo ya cortito. Me asombró la paz que reinaba en el hospital de día, señores y señoras leyendo el periódico, roncando como jabatos o trabajando con el portátil mientras se ponían su chute. No era la imagen que yo me había formado de la tan temida sala de quimio. Después del pinchazo, analítica y consulta te sientas en uno de los 'quimiosofás' y esperas que una enfermera te traiga tu cócktel, premedicación primero y luego el tratamiento. El primer día me senté al lado de un señor, con una calva brillante, que no paraba de trabajar, voz fuerte y firme hablando por el móvil con una mano mientras con la otra manejaba el ordenador. Pensé que no tenía ninguna pinta de estar enfermo. En realidad poca gente la tenía. Ese señor debió de verme novatilla y me dijo: 'Mucho ánimo. Verás como esto tiene cosas buenas. Yo doy gracias de que me haya pasado, mi vida ahora es mejor'. He dado muchas vueltas a esa frase desde ese día, y aunque todavía no puedo aplicármela a veces la entiendo un poco.
Con el taxol casi no he tenido efectos secundarios. Tan sólo una extraña angustia vital durante la hora y media que duraba el tratamiento. El tiempo pasaba despacio, parecía que el monstruo malvado que me acompañaba desde hacía unas semanas había ralentizado el reloj para hacerme todavía más angustiosa la espera, no podía evitar mirar como caía gota a gota la medicación. Era una sensación rara que nunca había tenido, que me hacía desear arrancarme la via y salir corriendo, y que se me crisparan los nervios cada vez que sonaban los 'Piiiiiiiiiiiis', ¿por qué sonaban todos menos el mío?. Sujetaba un libro en la mano que nunca llegué a leer mientras envidiaba a la señora que roncaba. Ni lexatines, ni diazepanes ni valiums me libraron de esta angustia petarda y rara que se alojaba en alguna parte de mi cerebro a prueba de tranquilizantes. Se me pasaba tras llegar a casa y dormir un rato, por lo demás solo noté un poco de cansancio y la inevitable caída del pelo a la quinta sesión.
El taxol se puede llevar muy bien. Físicamente esas doce semanas me encontré bien, hice vida normal, no me dolía nada, no tuve náuseas, ni siquiera un poco de mal cuerpo.
Las malas jugadas de mi cabeza son otra historia...
En el dibujito llevo mi peluca castaña, dejé de llevar pañuelo a las sesiones después de pasar hora y media en el quimiosofá con el nudo clavándoseme en la nuca, a lo garrote vil.